Estamos a
punto de despedir uno de los años más intensos que hemos vivido los argentinos,
el 2013. Para algunos este ciclo anual significará un avance en lo que se han
propuesto, para otros un retroceso. Quizás alguien crea que ha sido el peor de
los años, otros creerán que durante su transcurso ha nacido una esperanza y se
ha iniciado un nuevo ciclo.
Lo único cierto es que este año y
cualquier otro forman parte de una eterna transición en la que no hay fin ni
comienzo, sino un devenir continuo de la existencia en la que hay una sola
certeza, y su raíz está en el aprendizaje.
Aprender diariamente, a cada minuto, que
el odio destruye y el amor edifica, que cada uno es dueño de un pedacito de la
verdad, que sin el otro nuestra existencia
carece de sentido, que satisfacer todos nuestros
deseos es insuficiente para ser felices, que consumir sin necesidad es codicia,
que tirar comida es un pecado, que olvidarse de los que menos tienen es
avaricia.
Los argentinos tenemos que proponernos
durante 2014 achicar la brecha de la discordia, hacer el esfuerzo de reordenar
la sociedad en que vivimos, alejarnos de la tentación de formar parte de un
bando e integrarnos entre nosotros. Nuestro aprendizaje en ese ciclo anual
debería relajar las inflexibilidades que a veces nos dominan, levantar la
mirada y sostenerla sobre metas posibles y sinceras, aprender a reconocer con
honestidad el país que queremos ser, asumir las responsabilidades que nos
competen sin esperar la llegada de ningún salvador.
El
2014 es un año para mirarnos a la cara, reconocer las fallas en que caemos
reiteradamente, jurarnos que cambiaremos las formas de hacer las cosas,
comprometernos a ser firmes en aquello que nos proponemos y que el otro, el
vecino, el amigo, el desconocido, aquél que está lejos o el que no piensa
parecido, es igual a cada uno de nosotros.
Que así sea.
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